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Las historias de los países están plagadas de complots criminales que sacudieron sus democracias y que, en esencia –y a pesar de que hayan pasado décadas–, siguen en la impunidad en lo que toca a quienes dieron la orden definitiva. Desde los magnicidios de Lincoln y los dos Kennedy en Estados Unidos hasta los de Uribe Uribe, Gaitán, Galán y Gómez Hurtado en Colombia, los ejemplos se cuentan por decenas.La hecatombe del Palacio de Justicia, el 6 y 7 de noviembre de 1985, entra en esa lista. Sobre lo que es sin duda una de las mayores heridas para la democracia colombiana en toda su historia, hay certezas concretas: la responsabilidad de origen, sin la cual no se habrían desatado todas las furias que durante dos días asolaron la sede de la justicia colombiana, es del M-19. LEA TAMBIÉN No se trató, como se intenta vender hoy a través de narrativas acomodadas, de una acción desesperada y casi que inevitable de un grupo de soñadores que trataban de salvar un proceso de paz agónico e incumplido. Tampoco es cierto que los altos militares –Vega Uribe, Samudio, Arias Cabrales, Sadovnik, Plazas Vega– que comandaron la operación que derivó en la destrucción del Palacio, la muerte de un centenar de personas, muchas de ellas en el fuego cruzado, y la desaparición forzada de al menos 12 personas, hubieran, como lo siguen sosteniendo algunos, “salvado la democracia”.Los 35 guerrilleros que entraron matando civiles no eran héroes. Perpetraron una toma terrorista en la que irrespetaron desde el primer momento todas las normas, las internas y las del Derecho Internacional Humanitario. Fueron los instrumentos elegidos por sus jefes –Fayad, Pizarro y los demás– para acabar de poner contra las cuerdas a un gobierno que se la jugó lealmente por la paz y perdió estruendosamente. Era el momento equivocado de la historia: en plena Guerra Fría en el mundo, con el fantasma de las dictaduras militares asustando en el vecindario regional y cuando en el establecimiento colombiano imperaba la idea de que no había nada que dialogar con unas guerrillas que, al mismo tiempo, solo veían en las negociaciones y las treguas una oportunidad para obtener ventajas estratégicas y multiplicar sus frentes de guerra. LEA TAMBIÉN La prueba reina de que Pablo Escobar financió el asalto contra la Corte Suprema, a la que hostigaba y había amenazado de muerte por su defensa de la extradición, no existe. Pero tampoco se buscó a fondo, porque las amnistías de los años 90 sellaron para siempre esos expedientes y nunca se pudo comprobar la versión de los 2 millones de dólares que, según alias Popeye –el jefe de sicarios de Escobar–, puso su ‘patrón’. Pero, de nuevo, los hechos son tozudos: la toma del M-19, entonces la guerrilla con más nexos con los narcos y cuyos jefes hablaban con Escobar, derivó en la muerte de los magistrados a los que el capo del cartel de Medellín quería eliminar. ¿Pura coincidencia?El plan criminal no habría sido posible sin la desprotección absurda en la que estaba el Palacio el 6 de noviembre, decisión de altos mandos de la Policía que después intentaron responsabilizar al magistrado Alfonso Reyes Echandía, el asesinado presidente de la Corte, de ordenar el retiro del refuerzo de una vigilancia que él y sus colegas habían exigido apenas semanas antes. Y el presidente Belisario Betancur murió sin que le explicara suficientemente al país por qué sus órdenes de salvar la vida de los magistrados y los otros rehenes simplemente no fueron cumplidas por los mandos militares. LEA TAMBIÉN Cuarenta años después, el país sigue esperando respuestas de todos los responsables de ese oscuro capítulo de nuestra historia. Un capítulo al que todos los colombianos, especialmente los más jóvenes, debían asomarse a través de los expedientes judiciales y de juiciosos documentos como el de la Comisión de la Verdad de la Corte Suprema de Justicia, no de las películas ni de versiones interesadas difundidas en cuentas de X.JHON TORRESEditor de EL TIEMPOEn X: @JhonTorresET
