
Populismo nacionalista y desconfianza hacia las instituciones públicas, emocionalización del discurso y simplificación de los mensajes, ridiculización de la evidencia y las voces expertas, crítica a los valores de igualdad y reconocimiento cultural, sacralización de la meritocracia, del esfuerzo y del talento, “chovinismo del bienestar” (sólo los grupos nacionales son clientes legítimos de los servicios públicos)… Estos son algunos de los rasgos que el trumpismo político aplica al diagnóstico de los problemas sociales y a la supuesta solución de sus males. No son recetas nuevas, pero sí atraviesan hoy un proceso de magnificación y difusión. Resuenan con fuerza creciente en las agendas y en los gobiernos de no pocos países, y sobre todo calan en los debates públicos y en las conversaciones cotidianas en torno a múltiples ámbitos de la política. Algunas declinaciones del debate actual sobre la educación en España tienen claros tintes trumpistas. Son básicamente tres: el antiintelectualismo y el descrédito de la investigación educativa, la individualización del éxito y el fracaso escolar, y la oposición frontal a toda forma de regulación del mercado escolar. Mi tesis es que estos posicionamientos se están actualmente aprovechando de otras voces del debate educativo –concretamente de aquellas que dibujan un panorama apocalíptico del estado de la educación– para alimentar una suerte de “tormenta perfecta” que erosiona el sentido y el proyecto de la educación pública en nuestro país.¿En qué consiste el trumpismo educativo?En primer lugar, hemos de referirnos al descrédito y la ridiculización del razonamiento y la evidencia científica que el trumpismo aplica a cualquier ámbito de la política, desde la salud (antivacunas o, más recientemente, antiparacetamol) a la gestión climática (negacionismo del cambio climático). Trasladado a lo educativo, el rechazo se dirigiría a todo intento de responder a la pregunta “¿qué funciona en educación?” a partir de evaluaciones y estudios científicos. Ya no porque se entienda que al método científico –hipótesis, mediciones, inferencias– le cuesta capturar la idiosincrasia del acto educativo, del oficio y la intención docente, y por tanto acaba reduciéndolo a sus aspectos observables y estandarizables, a menudo los menos importantes (qué actividades se realizan en clase, cómo se distribuye el tiempo, qué calificaciones se da a los alumnos, etc.). No, para el trumpista, el problema es el mismo método científico, que no se sostiene. ¿Cómo es que unos estudios demuestran que los deberes, o los exámenes, o las clases magistrales son positivos para el aprendizaje, y otros que no funcionan? Y lo mismo que ocurre a nivel de aula sucede en el de la política y los programas educativos. Por cada experto que afirma que la jornada escolar continua, la reducción generalizada de ratios o los incentivos salariales a los profesores favorecen los resultados, tenemos a otro que defiende lo contrario. Y no ha lugar a distinguir entre buena y mala investigación, ciencia y pseudociencia, o a reconocer que se pueden obtener conclusiones mixtas cuando se estudian fenómenos complejos. Estos son ejercicios propios de un intelectualismo estéril. Los hemos tenido demasiado cerca; cuanto más lejos estén los expertos y las evidencias de las aulas y de los planes educativos, mejor. Algunas de las reacciones más airadas contra el Manifiesto por una Educación Informada por la Evidencia, lanzado en abril y suscrito por 170 investigadores de diversas disciplinas y universidades, beben de esta corriente. (Otras objeciones a este documento –por ejemplo, a su concepción algo sesgada de los vínculos entre política y producción científica– sí resultan razonables.)En segundo lugar, el trumpismo convierte la meritocracia en dogma de fe y diagnóstico. La meritocracia no es ya una aspiración política y social –una sociedad donde toda persona consiga lo que se merece, en función de sus talentos y su trabajo, independientemente de su origen y condicionantes sociales–, sino una lectura de la realidad (y de justificación del statu quo): cada cual está donde se merece y es justo que así sea. En educación, los logros académicos de cada estudiante (sus calificaciones, sus trayectorias formativas, que llegue o no a la universidad, que la finalice o no) dependen principalmente de su esfuerzo y capacidad. Cierto que hay niños que han tenido la mala suerte de nacer en un hogar pobre. Incluso al trumpista más convencido no le resultará fácil ignorar algunas pruebas empíricas de la correlación entre origen social y resultados formativos. Por ejemplo, en las distintas ediciones de PISA, el alumnado español en el cuartil socioeconómico superior supera en prácticamente tres cursos el nivel en lengua, matemáticas y ciencias de los alumnos del cuartil inferior. O, según datos de la última Encuesta de Condiciones de Vida (2024), el porcentaje de jóvenes en el cuartil inferior de renta familiar que abandonan los estudios en España sextuplique el de los jóvenes más ricos. En el relato trumpista, esta situación no se corrige concentrando recursos económicos o de apoyo educativo en los estudiantes vulnerables, de forma indiscriminada. La solución pasa por premiar el talento y el esfuerzo individual de cada alumno, independientemente de su condición. A lo sumo, se aceptaría dar algún apoyo adicional al “pobre esforzado”, aquel que realmente vale (y lo vale). En tercer lugar, el trumpista aspira al libre mercado escolar: que las familias compitan por escuelas que compiten por familias. En los modelos de school choice y de mercado escolar, las familias tienen reconocida plena libertad para escoger la escuela que quieren para sus hijos, y las escuelas total autonomía para definir su oferta pedagógica y dirigirla al target de familias que estimen oportuno. En estos modelos, las escuelas más demandadas crecen –más plazas escolares, más profesores– y, cuando alcanzan algún techo de crecimiento, ellas mismas disponen de margen para seleccionar a su alumnado (mediante cuotas o expediente académico, por ejemplo). Las menos solicitadas acabarán cerrando por inviabilidad financiera. El instrumento “estrella” para financiar la educación es el voucher, un cheque escolar que cada familia pueda utilizar para costearse (total o parcialmente) el colegio de su elección, sea de la titularidad que sea. Este es un esquema en auge en cada vez más estados de los Estados Unidos, y que Vox defiende abiertamente para España. Si el resultado de este modelo –familias y escuelas en competencia– es una red escolar segregada, donde más que escuelas “diferentes” se perpetúan escuelas “desiguales” en composición y oportunidades, eso es algo que preocupa poco a sus defensores. Lo que cabe evitar a toda costa es el control público de la educación. De los contenidos curriculares, de la función y el régimen docente, así como de la oferta y demanda de plazas escolares. La regulación pública genera burocracia y es fuente de ineficiencias y de cortapisas a la calidad educativa.Estos son tres rasgos distintivos de lo que llamo trumpismo educativo. Lo que resulta preocupante es cómo este posicionamiento saca provecho de ciertas derivadas del debate sobre la educación en España para construir un diagnóstico y unas soluciones que socavan la razón de ser de la política y la escuela pública. Me refiero ahora a aquellas derivadas que, por un lado, instalan el relato de que la educación se desploma y los estudiantes ya no aprenden, y, por otro, atribuyen la situación bien a la “relajación interna” del sistema escolar, bien a los alumnos inmigrantes.En foros políticos y sociales fácilmente emerge una lectura tremendista sobre la supuesta debacle de la educación y del nivel de los estudiantes. De forma paradigmática, se recurre como argumento a los resultados que los alumnos españoles han ido obteniendo los últimos años en pruebas internacionales como PISA, PIRLS o TIMSS. Ciertamente tales resultados son mejorables. Pero tanto en primaria como en secundaria, en matemáticas, lengua o ciencia, lo que observamos en los últimos veinte años es más un panorama de estancamiento en valores mediocres (cercanos a la media de la OCDE) que una caída significativa de los aprendizajes, como la que sí han registrado Francia o Alemania en los últimos años. En conjunto, España ha resistido mejor que sus países vecinos los envites que para las oportunidades educativas han representado la crisis económica de 2008 y los efectos acumulados de la pandemia. Sí destacamos por tener una elevada concentración de alumnos, prácticamente uno de cada tres, en el tramo inferior de puntuaciones en unas y otras áreas competenciales. Más que frenar una sangría inexistente, el desafío es salir del estancamiento y reducir drásticamente el segmento de peores resultados.Pero el mito del desplome, el “educafake” en palabras de Rogero y Turienzo, cala, y bien a menudo se busca (y se encuentra) explicación en las consecuencias de ciertas reformas educativas. Se arremete así contra los modelos pedagógicos centrados en lo competencial, en lo socioemocional, en los valores y basados en metodologías innovadoras como el aprendizaje basado en proyectos. El profesor como autoridad transmisora de conocimientos consolidados, el examen como instrumento de evaluación y selección, la exigencia conceptual como acicate de trabajo y superación han dejado de importar. El alumno ha perdido sentido de esfuerzo, disciplina y constancia. Está dejando de aprender o aprende contenidos sin valor. Algunos disparan más allá, apuntando al carácter “adoctrinador” de algunos de estos contenidos (como el antirracismo o igualdad de género). Otra línea de discurso, distinta de la anterior, no duda en atribuir la caída de los aprendizajes al incremento de inmigrantes en las aulas, sin entrar a valorar la precariedad de los recursos públicos destinados a cubrir sus necesidades educativas (las suyas y las de otros colectivos con necesidades parecidas). Es una línea que entronca con cierto “chovinismo del bienestar” y con la idea de que sólo los autóctonos del país son clientes legítimos de los servicios públicos, en este caso, la escuela. Los chicos rinden peor que las chicas en todas las áreas curriculares excepto en matemáticas, y por tanto, bajan el nivel global, y no por eso se nos ocurre culpabilizarles de los males de la educación. Una respuesta basada en cinco puntosComo respuesta a los riesgos de esta “tormenta perfecta” (suma de trumpismo y tremendismo) solo cabe una apuesta política firme por más y mejor escuela pública, articulada en torno a cinco compromisos. Compromiso con los resultados, contra la desigualdad. Por una escuela que apuesta por la mejora global del rendimiento académico y con la reducción del porcentaje de alumnado en los niveles inferiores. Y que cuenta con los instrumentos necesarios para poder hacerlo: orientación, becas, decremento de ratios cuando sea necesario, refuerzo académico, profesionales especializados en los claustros, espacios escolares dignos, materiales y dispositivos tecnológicos de calidad, y una oferta gratuita de actividades complementarias. Todo ello provisto mediante un sistema de financiación de centros que asigna a cada cuál aquello que necesita en función de su realidad social y educativa. Un modelo de “financiación por fórmula de equidad”, como el de la mayoría de países de referencia en equidad y resultados.Compromiso con la autonomía y la evidencia sólida y plural. Por una escuela que dispone de autonomía educativa real y la aprovecha para definir proyectos potentes, basados en apuestas pedagógicas sólidas. Donde la innovación no responde a modas u ocurrencias, sino a propuestas que tienen en cuenta la reflexión, deliberación y experiencia del profesorado, las condiciones particulares del centro y, también, lo que los buenos estudios concluyen sobre los resultados de intervenciones llevadas a cabo en contextos similares. Sin olvidar que la evidencia no niega el legítimo debate entre valores u opciones educativas, como tampoco define objetivos de mejora. Lo que sí puede es aportar argumentos para poder tener contrastes más informados. Por cierto, que buena investigación, esto es, metodológicamente robusta, la encontramos en estudios econométricos, sociológicos o etnográficos. Como la mala investigación.Compromiso con una evaluación útil. En el mismo sentido, hablamos de una escuela pública que, por bien pensados que tenga sus proyectos educativos, evalúa la medida en que estos consiguen los objetivos perseguidos. Objetivos propios, definidos por cada centro en función de su propuesta, y objetivos de sistema, alineados con la necesidad de incrementar el nivel académico y las trayectorias formativas del conjunto de estudiantes. Que las escuelas confíen en esta evaluación de resultados y puedan aprovecharla para mejorar, pasa por disponer de un marco estatal y autonómico razonable de pruebas competenciales y rendición de cuentas, y porque sus docentes dispongan de tiempo para reflexionar y trasladar a la acción el conocimiento adquirido. Y depende también del ejemplo con que se predique desde las políticas: planes, programas y medidas de apoyo a los centros deben evaluarse para poder conocer qué funciona (y qué no), donde y en qué circunstancias, y alimentar así un debate más informado entre opciones y prioridades. Compromiso con el profesorado. Por una escuela y una política educativa pública que centra sus esfuerzos y su atención en su principal activo, el profesorado. El éxito del alumnado, también de aquel que proviene de familias y barrios más desfavorecidos, requiere profesores y maestros en constante crecimiento y comprometidos con su función y responsabilidad como agentes de oportunidades educativas. Por eso, sin reconocimiento, formación y orientación, espacios de colaboración, incentivos individuales y colectivos y opciones reales de desarrollo profesional, todo ello destinado a fortalecer la figura y la acción docente, no hay ley o reforma curricular que valga. Y tenemos ahí algunas alarmas. El último estudio TALIS (2024) indica que la gran mayoría del profesorado se siente satisfecho con su trabajo (95% en primaria, 97% en secundaria). Pero también señala el incremento del estrés motivado por la falta de capacitación y recursos para gestionar el aula, la presión administrativa o la ausencia de una política de acompañamiento y formación continuada útil y de calidad. Compromiso con el servicio público. Finalmente, por una escuela pública de calidad y atractiva para todas las familias, de todas las condiciones, con suficiente capacidad de oferta y ajuste de plazas en el territorio para garantizar el derecho subjetivo de toda familia a escogerla. Una escuela pública que convive, cuando las necesidades de escolarización lo requieren, con una escuela concertada de servicio público, ambas igualmente gratuitas y sujetas al mismo marco de elección escolar y gestión del alumnado. Objetivo básico de este marco es evitar la segregación, entre pública y concertada, así como dentro de cada red, y abrir el margen de todas las familias a escoger entre “escuelas no desiguales”, empezando por las de proximidad.En definitiva, contra un trumpismo educativo que gana fuerza y que pone en riesgo los cimientos de la cohesión social y la igualdad de oportunidades, es necesario renovar la apuesta política por la escuela pública, y demostrarla con recursos, consensos políticos y reformas estratégicas. Una escuela pública de excelencia que no deja a nadie atrás. Miquel Àngel Alegre es jefe de proyectos de la Fundació Bofill.
Contra el trumpismo educativo, más y mejor escuela pública | Educación
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