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Graciela Iturbide: “Fotografiar pueblos indígenas no es realismo mágico, es la vida”

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Graciela Iturbide fue la mayor de 13 hermanos en una familia profundamente católica, apostólica y romana. Nació en el Distrito Federal de los años cuarenta. Creció en una casa donde no era raro ver obispos y miembros del Opus Dei. De su infancia en el Sagrado Corazón recuerda sobre todo el silencio obligado por las monjas, la rutina monacal, vírgenes y santos, la vida en blanco y negro. Sus mejores recuerdos en aquella escuela sucedieron entre los muros de una biblioteca repleta de tomos del Siglo de Oro español. Quiso ser escritora. Quiso ser antropóloga. Su padre quiso otra cosa. Se casó joven, tuvo tres hijos, se separó joven. Con el tiempo acabó estudiando cine. Un día, por su universidad pasó Manuel Álvarez Bravo, ya entonces histórico de la fotografía mexicana. Iturbide se pegó a él, él le ofreció ser su achichincle. Aprendió todo lo que pudo del maestro y, después, quiso volar sola. Se echó a los caminos del México indígena, el de las mujeres y los mercados, los rituales y las leyendas, la muerte y los fantasmas. Inmortalizó su vida, sus costumbres, su dignidad. En los ochenta, pasó seis años visitando Juchitán, un municipio de la Oaxaca rural donde retrató el día a día de la comunidad. Aquel trabajo la encumbró como pionera de la fotografía moderna en Latinoamérica. De aquel pueblo zapoteco dio el salto a la esfera internacional. Recorrió e inmortalizó las calles y las protestas de París con Henri Cartier-Bresson, “el ojo del siglo XX”. Recibió los premios más prestigiosos, su círculo se pobló de grandes nombres de las artes, se convirtió en una leyenda viva de la fotografía.Esa y otras cosas recuerda Iturbide (Ciudad de México, 83 años) este viernes de marzo, horas después de que un periodista español le haya sacado de la cama a las cuatro y media de la mañana para anunciarle que acababa de ganar el Premio Princesa de Asturias de las Artes por su carrera marcada por ese analógico suyo en blanco y negro, quizá huella de aquellos años mudos del Sagrado Corazón. Los disparos de su cámara van de la mano con sus obsesiones: la última, con los volcanes y el origen del mundo, después de ser testigo por casualidad de la erupción del volcán de La Palma.Iturbide recibe a EL PAÍS en el salón de su casa del barrio de Coyoacán, en Ciudad de México, un “terrenito” que compró hace 30 años porque Álvarez Bravo vivía a dos cuadras y quería cerca a su discípula. Las paredes están cubiertas de estanterías que rebosan libros de fotografía y recuerdos de sus viajes. Por el patio, donde no cabe un árbol más, entra la luz del mediodía. Lleva una túnica gris azulada, amplia, grandes pendientes que estiran los lóbulos de sus orejas, las huellas del paso del tiempo sobre la piel, el corte de pelo Chavela Vargas. Graciela Iturbide en Ciudad de México.Gladys Serrano Pregunta. Hoy le han hecho madrugar. Respuesta. Sí, y desde ahí telefonazo tras telefonazo. Ha sido como: ‘¿Lo soñé o es cierto?’. Me dio mucho gusto. Tengo algunos premios, pero este nunca me imaginé. Es un premio para la fotografía en México. Yo tuve la suerte de conocer a Manuel Álvarez Bravo, que fue mi maestro, y por medio de él somos muchos fotógrafos siguiendo su enseñanza. P. ¿Qué fue para usted Álvarez Bravo?R. Más que un maestro de la fotografía, fue un maestro de la vida. Yo aprendí con él de ópera, de literatura. Me enseñó mucho de la cultura popular en México. Él siempre me decía que viera mucha pintura, porque la composición es muy importante para la formación de un fotógrafo. P. ¿Cómo desarrollaron una relación tan cercana? R. Yo estudiaba cine y supe que él daba una clase dentro de mi escuela. Tenía un libro de él y lo superadmiraba. Fui a su clase, le pregunté si me lo podía firmar y si podía asistir a sus clases. Me dijo que sí, y como a los cuatro días me dijo: ‘Oiga, Graciela, ¿y no quiere ser mi achichincle?’. ‘Pues claro que sí, maestro’. Ya sabes que achichincle en náhuatl es como el asistente del albañil. Entonces los sábados y domingos salíamos al campo a fotografiar. Me decía: ‘Graciela, como dice el evangelio, copiaos los unos a los otros’. Lo cual quería decir: ‘No se le ocurra tomar la misma foto que yo’. Lo entendí perfecto. Aprendí mucho, mucho, mucho de la vida con él. Por su manera de ser. Por la poesía que tenía en sus fotografías. Por la poesía que él leía y me recomendaba. Pero después de un tiempecito yo le dije: ‘Maestro, ya mejor me voy’. Y como vivía a dos cuadras, lo iba a visitar los domingos o en las tardes. Yo no quería tener una influencia fuerte de su obra en la mía. P. No quería quedar bajo su sombra.R. Exactamente.P. ¿Qué quería hacer? R. Francisco Toledo me invitó para que fuera a Juchitán, donde él nació. Toledo fue un gran, gran artista y un hombre muy generoso. Me dio unos grabados para que yo los vendiera y pudiera viajar a Juchitán. Como fui de su parte, la gente me recibió muy bien. Vivía en casas de las mujeres juchitecas y pude hacer al final un libro que se llama Juchitán de las mujeres con Elena Poniatowska [1989]. Iba y estaba dos semanas, porque allí era fiesta y beber, entonces yo decía: ‘Ya, ya’. Les acompañaba, tomaba mis fotos, venía, las revelaba, veía. Y después de seis años yendo y viniendo, lo que me dijo Toledo, que le agradezco mucho, fue: ‘Cuando tengas las fotos hay que exponerlas en la casa de la cultura de Juchitán, para que las mujeres vean lo que hiciste’. Hicimos esa exposición, mi primera. Fue muy lindo regresarle a la gente lo que había hecho. Toledo fue otra de las personas claves en mi vida. P. Usted tiene una perspectiva contra lo colonial, crítica. ¿Cómo afronta ir a recoger un premio entregado por una princesa, que es una cosa que suena muy anacrónica en este lado del mundo? R. Mira, ¿sabes por qué me da gusto de recibir este premio? Porque yo soy mexicana, mexicana, amo a mi país, pero tengo sangre española. Vengo del País Vasco, de mis antepasados, y de Aragón. Soy mestiza. Voy a recibir un premio de un país que de cierta forma me pertenece. Ya lo de los reyes y eso no me preguntes, porque me parece rarísimo, nunca he estado con reyes.P. ¿Le gustaría fotografiarlos, si se dejan, como hizo Annie Leibovitz?R. Pues me da pena, la verdad. Voy a hacer un libro de retratos que he tomado a escritores, a García Márquez, a Vargas Llosa, a gente del pueblo como un maestro en Madagascar, pero ya pedirles a los reyes me parece un poco oportunista de mi parte. Graciela Iturbide en su casa, en Coyoacán.Seila montesP. Antes que fotógrafa quiso ser antropóloga. R. Primero quise ser escritora, pero yo vengo de una familia muuuuy conservadora, muy. Mi tía tenía una pequeña capilla en su casa con el santísimo expuesto y siempre había arzobispos, obispos, gentes del Opus Dei. Luego estuve siempre en escuela de monjas en el Sagrado Corazón. Me sirvió estar en ese internado porque tenían una biblioteca muy buena del Siglo de Oro español que podías estar leyendo. Porque no te dejaban hablar, era como ser monja. Siempre he sido la oveja negra de la familia, porque mi papá nunca me dejó ir a la universidad a estudiar literatura. Luego quise ser antropóloga. Conocí mucho a López Austin, que era mi amigo, me hizo un texto para uno de mis libros. Soy fan de Matos Moctezuma, me encantan todas las ruinas, toda la historia de México. De alguna manera la fotografía me ayuda a descubrir la parte arqueológica de México, la parte poética. La cámara te da muchas posibilidades.P. Se suele decir que su fotografía es antropológica.R. Claro, porque estoy fotografiando la vida de mi país. Ya no, porque está muy peligroso, desafortunadamente. P. ¿Ya no podría hacer esos viajes? R. De hecho, regresé a Juchitán, porque regreso mucho a los pueblos que he fotografiado, y me han dicho que tenga cuidado, por el narco. Qué tristeza, ¿no? Luego también pienso que somos un país muy fuerte, porque desde los aztecas, que hacían sacrificios —claro, que ellos lo hacían con un sentido místico, para ofrecerlos al sol—, estamos como en la misma época, pero aquí sin misticismo, aquí por puritita maldad. P. De todas sus experiencias, de todas sus obsesiones, ¿con cuál se queda?R. Conocer mi país a través de mi cámara. Y a través de mi cámara conocer cómo curan las plantas, cómo vuelan los pájaros. Cada vez que voy a algún lugar leo sobre el lugar o hablo con la gente mayor para que me cuenten las leyendas.P. Le leí que le gustaba “fotografiar los aspectos más mitológicos de las personas”. ¿Cómo se hace eso? R. Creo que me refería, yo pienso porque no me acuerdo que dije eso, cuando veo los rituales. Siempre que voy a los pueblos trato de quedarme a todas las procesiones que hacen. En los pueblos siguen teniendo rituales maravillosos. P. ¿Qué tienen las leyendas y los mitos que le atraen tanto?R. Misticismo: quieren creer en algo, quieren festejar la vida. Creo que todos necesitamos de rituales, aunque no pertenezcamos a una comunidad originaria. Todos tenemos esa necesidad de lo místico, de creer en alguien. P. Usted viene de una familia muy católica, pero dice que no cree en nada. ¿Qué pasó?R. ¿Qué pasó, verdad? Seguramente se me metió el chango en la cabeza, y ya no creo en nada más que en la naturaleza, en el hombre, y mira, si existe algo, yo me porto bien.P. Por si acaso, no peca.R. Por si acaso, no peco. P. ¿Y su obsesión con la muerte? R. Es que yo perdí una hijita cuando tenía seis años. Por eso empecé a fotografiar mucho a los angelitos [los niños que mueren antes de cumplir tres años] en los pueblos, que los hacen una cajita de papel de china, con flores, y les llevan comida. Era parte de mi terapia, hasta que me di cuenta que ya lo superé. La extraño, evidentemente, pero pues ya asumí, nacimos para morirnos. Graciela Iturbide en Ciudad de México.Gladys Serrano P. Sus grandes retratos son de mujeres. R. Porque vivía con ellas, iba al mercado con ellas a vender los jitomates. Hay que tener complicidad con la gente que estás, aparte fueron tan lindas conmigo, cuando yo iba a Juchitán me sentía apapachada por estas mujeres grandes, inmensas, que te dan riquísimo de comer y que vinieron luego a mi casa. P. A su obra la suelen etiquetar como realismo mágico y surrealismo, que es algo que usted odia. El jurado del Princesa de Asturias remarcó la “magia espontánea” en su trabajo. No se libra de la magia. R. Nada. Yo en Arlés [un prestigioso festival de fotografía en Francia]hice una carta diciendo que por qué nos ponían la etiqueta de surrealismo. El surrealismo fue un movimiento fantástico que dirigió André Breton, que vino a México y se le ocurrió decir que era surreal. Y fue a Cuba y dijo que era surreal. Entonces ahora a todos los fotógrafos que hacemos algo con los pueblos nos llaman surrealistas o realismo mágico. Es algo que se inventó la industria para vender libros, pero no es cierto. No somos surrealistas. Fotografiar pueblos indígenas no es realismo mágico, es la vida.


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